miércoles, 31 de julio de 2013

El hombre gambeta



Hay quienes dicen que cuando nació ya tenía puesta la camiseta de Brasil. Hay quienes dicen que cuando nació vestía la remera con bastones blancos y negros de Botafogo. Están quienes aseguran que cuando vio la luz tenía la indumentaria del Flamengo. Otros manifiestan que simplemente portaba una remera blanca y que iba a ser querido por todos. Pero de lo que nadie duda es que cuando nació Garrincha ya estaba gambeteando a cuanto médico se le cruzase por el camino.

Los estudios físicos ya en la década del ’50 querían tomar el papel protagónico. Los médicos, esos que gambeteó desde su nacimiento, le dijeron que no tendría un buen futuro deportivo, sus piernas chuecas, una más larga que la otra, su columna vertebral torcida, eran los motivos. Garrincha gambeteó y gambeteó otra vez a los médicos. Gambeteó a cuanto análisis médico le recomendase no jugar al fútbol.

Esos mismos que aseveran que Garrincha nació ya con la casaca de Botafogo, esos mismos que ratifican y vuelven a ratificar que no era la de Botafogo, que Garrincha nació con la camiseta de la selección brasileña, esos que garantizan que era simplemente una remera blanca, todos ellos y muchos más también coinciden en que el Maracaná fue su casa. Y todas las canchas y los potreros que le brindaban un pedacito, una baldosa, para una gambeta, para una sonrisa.  

Vivió gambeteando y gambeteó para vivir. Era puro juego, puro engaño. Engañaba con esas piernas chuecas, esas que desafiaron a los estudios físicos. Y seguía gambeteando. Todos contra él y todos junto a él. Porque Garrincha gambeteaba a los once jugadores rivales, a los propios compañeros, a los árbitros y cuanta persona u objeto estuviese enfrente. No obstante, todos disfrutaban con él, reían con él.

Esos mismos que vuelven a reforzar la idea de que Garrincha cuando nació ya era del Botafogo, esos mismos que no se cansan de recalcar que Garrincha fue sólo de la selección, esos que quieren como propio a Garrincha, buscan sobresaltar un partido, un momento, por sobre otros. Algunos atestiguan que fue el Mundial de Suecia de 1958. Otros, un poco más chicos tal vez, dicen que fue el Mundial de Chile cuatro años después. Otros aseguran con firmeza y lujo de detalles que fue una final de la liga carioca en 1962, en la que Garrincha convirtió dos goles. Otros, y cuantos otros más, dicen que jugaron con Garrincha, que no solamente lo vieron jugar el mejor partido de su vida, sino que jugaron con él, que los gambeteó una, dos y mil veces.

Garrincha nunca se cansó de jugar y de gambetear. Gambeteó a los años, a las piernas chuecas, a la columna vertebral torcida. Gambeteó a la bebida, esa maldita bebida que un médico le dijo que la abandoné, logró gambetearla. Gambeteó cuanta propuesta de un vaso de cerveza le hacía un compañero para festejar sus propias gambetas.


El destino, la vida o mismo el tiempo dijeron que se tenía que ir a gambetear a otros lados. Lo despidieron en su casa, o en su casa más grande, el Maracaná. Hay quienes dicen que se fue con la bandera de Botafogo. Están quienes dicen que no, que la bandera era la de Brasil. Pero de lo que nadie duda es que ahora Garrincha sigue gambeteando a cuanta estrella se le cruce por su camino. 

     

martes, 4 de junio de 2013

Tan cerca, tan lejos

Ya era medianoche del domingo. Ya Argentinos había ganado. El griterío, siempre proveniente de mi parte, brillaba por su ausencia en mi casa. El silencio era el único actor. Yo, en mi pieza. Él, mi viejo, en la suya. Los dos ya sabíamos el resultado. Ya conocíamos la consecuencia. Prácticamente descendimos.

Habían pasado casi treinta minutos del final del partido. Media hora solo en mi habitación. Salgo y voy a su habitación. Con las fuerzas por el piso, solamente atine a decirle “estamos en la b”. Y me fui. Él, desde su cama, pregunta, ya sabiendo la respuesta, ¿cómo terminó? Ya alejado de su pieza, le respondo “dos a cero”.

Hace ya casi un mes que él decidió dejar de ir a la cancha. “Son horribles, hijo” me quería justificar. Es mi viejo. Le creo. Pero sé que vio equipos tan malos como este y no dejó de ir. Nunca, pero nunca, nos había visto sufrir tanto. Y digo nos porque no soy yo solo, está también todo un grupo de gente que vamos a la cancha. Su mejor amigo, ese de la infancia, que comparten amistad y el amor por Independiente.

Eso es. No nos quiere ver sufrir. Y él que hace, se queda en casa. Me asegura que no ve los partidos. “Ya sabes hijo, no es lo mismo verlo por tele que en la cancha” No obstante, se inquieta, sabe cómo termina cada partido. Porque sigue siendo un hincha fanático, que quiere ganar. Me espera siempre en casa a que llegue. “Horrible, no?” me pregunta cada vez que entro a casa después de volver de la cancha. “Si, pa. Como siempre”

No atino más que a responderle eso. Él dice que no vio el partido. Para que le voy a contar el sufrimiento que viví. Me voy a mi habitación y me digo “¿cómo sabe que jugamos horrible?¿no es que no ve el partido?” No se lo quiero preguntar. No sé si por la respuesta o por qué, pero prefiero la intriga.

Me pongo a recordar cada momento. El título del 2002. La Sudamericana del 2010. Claro, tengo escasos 21 años. Me enseñaste que Independiente era el Rey de Copas. El del paladar negro. No sé. No lo vi eso. Por eso viví como viví esa copa internacional. Porque creí que nunca iba a conocer esa gloria. Por eso cuando se metió el último penal, me di vuelta y te abracé a vos. También me enseñaste que con Racing no perdemos nunca. Me enseñaste que a Independiente hay que respetarlo.   

Hoy la historia es otra. O mejor dicho no tenemos historia. Tal vez eso le joda también a él, que vio a las grandes glorias. Le jode ver al Rojo en esta situación. ¿A quién no? Un club en ruinas económica y futbolísticamente. Prácticamente otro club. Diferente, seguro, al que me enseño él, mi viejo.


Me encuentro otra vez en mi habitación. A escasos metros de él. No lo veo ni lo escucho. Sé que siente lo mismo que yo. Porque es mi viejo, porque él me enseñó a amar a Independiente. Pero hoy quiere que suframos por separado. Atrás queda ese abrazo en el 2010 o aquel viaje a Brasil. Hoy, la historia más negra de nuestro amor dice presente. La sufrimos los dos por igual. Él, en su pieza. Yo, en la mía. Sabe que estoy mal. Sé que él está igual. Estamos muy cerca. Sentimos lo mismo. Pero hoy también tenemos que estar lejos.