Hay quienes
dicen que cuando nació ya tenía puesta la camiseta de Brasil. Hay quienes dicen
que cuando nació vestía la remera con bastones blancos y negros de Botafogo.
Están quienes aseguran que cuando vio la luz tenía la indumentaria del
Flamengo. Otros manifiestan que simplemente portaba una remera blanca y que iba
a ser querido por todos. Pero de lo que nadie duda es que cuando nació
Garrincha ya estaba gambeteando a cuanto médico se le cruzase por el camino.
Los
estudios físicos ya en la década del ’50 querían tomar el papel protagónico.
Los médicos, esos que gambeteó desde su nacimiento, le dijeron que no tendría
un buen futuro deportivo, sus piernas chuecas, una más larga que la otra, su
columna vertebral torcida, eran los motivos. Garrincha gambeteó y gambeteó otra
vez a los médicos. Gambeteó a cuanto análisis médico le recomendase no jugar al
fútbol.
Esos mismos
que aseveran que Garrincha nació ya con la casaca de Botafogo, esos mismos que
ratifican y vuelven a ratificar que no era la de Botafogo, que Garrincha nació
con la camiseta de la selección brasileña, esos que garantizan que era
simplemente una remera blanca, todos ellos y muchos más también coinciden en
que el Maracaná fue su casa. Y todas las canchas y los potreros que le
brindaban un pedacito, una baldosa, para una gambeta, para una sonrisa.
Vivió
gambeteando y gambeteó para vivir. Era puro juego, puro engaño. Engañaba con
esas piernas chuecas, esas que desafiaron a los estudios físicos. Y seguía
gambeteando. Todos contra él y todos junto a él. Porque Garrincha gambeteaba a
los once jugadores rivales, a los propios compañeros, a los árbitros y cuanta
persona u objeto estuviese enfrente. No obstante, todos disfrutaban con él,
reían con él.
Esos mismos
que vuelven a reforzar la idea de que Garrincha cuando nació ya era del
Botafogo, esos mismos que no se cansan de recalcar que Garrincha fue sólo de la
selección, esos que quieren como propio a Garrincha, buscan sobresaltar un
partido, un momento, por sobre otros. Algunos atestiguan que fue el Mundial de
Suecia de 1958. Otros, un poco más chicos tal vez, dicen que fue el Mundial de
Chile cuatro años después. Otros aseguran con firmeza y lujo de detalles que
fue una final de la liga carioca en 1962, en la que Garrincha convirtió dos
goles. Otros, y cuantos otros más, dicen que jugaron con Garrincha, que no
solamente lo vieron jugar el mejor partido de su vida, sino que jugaron con él,
que los gambeteó una, dos y mil veces.
Garrincha nunca
se cansó de jugar y de gambetear. Gambeteó a los años, a las piernas chuecas, a
la columna vertebral torcida. Gambeteó a la bebida, esa maldita bebida que un
médico le dijo que la abandoné, logró gambetearla. Gambeteó cuanta propuesta de
un vaso de cerveza le hacía un compañero para festejar sus propias gambetas.
El destino,
la vida o mismo el tiempo dijeron que se tenía que ir a gambetear a otros
lados. Lo despidieron en su casa, o en su casa más grande, el Maracaná. Hay
quienes dicen que se fue con la bandera de Botafogo. Están quienes dicen que
no, que la bandera era la de Brasil. Pero de lo que nadie duda es que ahora
Garrincha sigue gambeteando a cuanta estrella se le cruce por su camino.