La fila es de más de una cuadra.
En Mitre al 700, en la ciudad de Quilmes, se encuentra el Teatro Municipal.
Grandes y niños aguardan para ingresar. A dos cuadras, está la Casa de la Cultura
de Quilmes, otro lugar en el que se respira arte y teatro. En el medio de ambos
lugares, espera, en su nueva casa, Graciela Schtutman. Ahí, como en el Teatro
Municipal y en la Casa de la Cultura, también se respira arte y teatro.
La mudanza reciente no parece
notarse. El living ordenado, la cocina impecable, las habitaciones iluminadas.
Las cajas llenas de cosas que portan el título ‘no sé qué hacer con esto’ no
están a la vista. Mucho menos cuando hay invitados. El agua está caliente, el
mate ya está listo y Graciela no sólo abre las puertas de su casa, sino también
empieza a abrirle otras puertas a quién se siente a escuchar su historia.
“Mi papá era muy cuida. Muy
represor. Mi hermana y yo no la pasamos bien en la primera infancia. Tenía
mucho miedo a todo. No nos dejaba ir de excursión. Y mi mamá, a escondidas, nos
preparaba el bolsito para irnos igual”, comienza Graciela, anticipando que esos
dos lados opuestos se resignificarían más adelante en su vida.
El teatro y Graciela es un amor
que se marcó desde su infancia. Ya desde los seis años, las maestras la ponían
a recitar en los actos escolares. “Era terriblemente tímida, pero cuando me
subía al escenario me olvidaba de todo”, describe a la niña que era. Esa misma
niña que le aseguraba a su madre no entender cómo podía darse una guerra. Sin
embargo, el teatro concretamente recién apareció en su vida una vez que terminó
la secundaria. Ahí fue cuando se unió a un grupo de teatro y en el que empieza
a ver las primeras obras.
Al mismo tiempo, empieza a
estudiar Letras en la universidad. No obstante, ese primer comienzo
universitario no duraría mucho. Su padre, tan represor y miedoso como lo
describe, no la deja ir más, ya que no creía conveniente algunas relaciones que
mantenía Graciela. Por lo que inicia un trabajo en una fábrica de Quilmes en
simultáneo al grupo de teatro. “Escribía a máquina. Eran las máquinas de
escribir eléctricas, que eran muy veloces. Eran ocho horas de trabajo. Escribía
mecánicamente y a la vez iba repasando el libreto”, rememora Graciela como si
fuese un libreto más.
Suenan las llaves y se abre la
puerta. Llega Juan José, su marido. El “Chino”, como lo conocen, agarra una
silla y se sienta a escuchar, porque antes de ser el marido de Graciela, antes
de ser el padre de una de sus hijas, mucho antes de tener en común el teatro, y
mucho antes de otros montones, Juan José es persona y entiende que vale la pena
volver a escuchar la historia de Graciela.
Así como el teatro resulta una
característica tan propia de Graciela, la militancia es un rasgo muy particular
en su vida. “Yo deseaba formar parte de un grupo de teatro comprometido
socialmente. Pero en ese momento era tan fuerte la ola militante que ni sé cómo
arranqué ni cómo terminé en el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo)”, cuenta
Graciela.
A partir de mediados de la década
del 70, el contexto político y social empezaba a escribir uno de los capítulos
más oscuros de la historia argentina. El miedo, el olvido y las desapariciones
se apoderaron del país. Graciela militaba en el ERP y fue detenida por primera
vez, mientras pintaba en una de las paredes de la Ciudad de Buenos Aires
“Libertad a los compañeros de la libertad”. Sin embargo, fue solamente un día y
el mensaje de miedo ya estaba enviado. En 1974, allanaron la casa donde vivía
junto a su novio en Villa Luro. Allí encontraron panfletos y revistas que eran
considerados ilegales. Como consecuencia, pasaron a vivir en la clandestinidad,
más precisamente en una pensión de San Telmo.
El 1° de mayo de 1975 cambió la
vida de Graciela. Había una concentración en la que hablaría Isabel Martínez de
Perón, debido al Día del Trabajador. Graciela se acerca junto a su novio de
aquel entonces, “Tati”, quien años más tarde sería su primer marido. Cuando se
dirigían a la movilización, dos policías los paran. Graciela llevaba con ella
unas revistas que debía alcanzarle a un compañero. Los policías la detienen a
ella, ya que aseguró no conocer a su novio para que no sea detenido. A los
cinco días, Graciela ya se encontraba en la cárcel de Devoto. No obstante, sus
ideales y el teatro se mantendrían intactos.
La cárcel será el único lugar que
conocerá en ocho años y medio. El 24 de marzo de 1976 se da el Golpe de Estado
y ese cambio también se percibió dentro de las cárceles. Algunas se transformaron
en campos de concentración. No así Devoto, donde estaba Graciela, ya que era
una de las cárceles que la dictadura mostraba a personas que venían del
exterior. “La mayor desesperación cuando estás preso es estar conectado con el
afuera, porque la vida pasa por el afuera”, narra Graciela, quien asegura estar
hablando de cosas que por momentos le parecen irreales.
Pero la cárcel, los militares ni
nadie pudieron romper el vínculo de Graciela con el teatro. Allí adentro
organizaba junto a sus compañeras obras de teatro. Desde la improvisación y
desde algunas lecturas que mantenían escondidas, construían y representaban
diferentes historias. Las duchas se convertían en el escenario principal y las
compañeras de pabellón, en las espectadoras. Sin embargo, debían estar atentas,
porque las guardias podían ingresar en cualquier momento. “Una vez fui al
calabozo por actuar. Estábamos haciendo un cuento de “Las mil y una noches”. Y
me tocaba hacer de guardia cárcel. En el medio, cae la celadora. Nos pregunta
qué estábamos haciendo. Yo salgo y le digo que estábamos haciendo teatro. Fui
al calabozo que más me gustó, porque fui por estar haciendo teatro”, relata,
detalla y sonríe Graciela, orgullosa de poder llevar el teatro hasta en lugares
en los que resultaba imposible imaginarlo.
Los años pasaban, la dictadura
militar seguía en el país y Graciela contra todo eso y mucho más continuaba
haciendo teatro. Soñaba en cada momento. Ya a comienzos de la década del 80,
fue trasladada a la cárcel de Ezeiza. Allí, tenía parque, acceso a libros. Pero
el deseo de libertad aún no se cumplía. Uno de los tantísimos días que estuvo
presa se acercó el Padre Luis Farinello. Ella le entregó una carta y él la leyó
en una misa. Y muchos años después, su hija Ayelén comenzaría a trabajar en la
Fundación Farinello. Porque así es la vida de Graciela, una vida en la que los
momentos y los sueños se resignifican constantemente.
El 18 de octubre de 1983 se
levanta el estado de sitio en el país y Graciela es liberada. Después de ocho
años y medio dentro de una cárcel, Graciela logra quedar en libertad. Y seguía
soñando. Los años en la cárcel le quitaron tantísimas cosas, pero hay una que
soñaba cada día: ser mamá. “Cuando salgo no me pongo a hacer teatro enseguida.
Lo primero que hago es tener hijos. Entramos de veinte y salimos de treinta.
Alrededor de los 25 y 26 años, las mujeres sentimos un campanazo de maternidad.
Por eso una de las primeras cosas que hicimos las chicas que estábamos en la
cárcel fue formar una familia”, reseña Graciela, que formó una familia en la
década del 80 junto a “Tati”, aquel novio que vio la última vez que estuvo en
libertad antes de ser detenida.
No obstante, a fines de los 80 la
relación con su marido termina y Graciela vuelve a Quilmes junto con sus dos
hijas. El teatro vuelve a su vida y arranca a trabajar en cursos de extensión
que brindaba en la Universidad de Buenos Aires. Para ir al trabajo se tomaba el
22, un colectivo tan quilmeño como Graciela misma. Es ahí, en uno de los tantos
viajes hacia el trabajo, donde conoce a Juan José, el “Chino”, su actual esposo.
“Yo llevaba a mis nenas a una guardería municipal. Tomo el 22 y ahí nos miramos
con Juanjo para siempre. Lo tenía visto de un recital de música. Yo lo veo y
tengo un recuerdo porque me gustó. Nos miramos en el colectivo, se me acerca y
me dice “¿de dónde te conozco?”. Nos pusimos a charlar y ahí nos dimos cuenta
que teníamos amigos en común. De casualidad nos encontramos los días siguientes
en el colectivo y un día quedamos en salir”, narra Graciela, mientras mira
hacia un costado y lo ve ahí al “Chino” y se vuelve a enamorar una y otra vez
como si esa casa fuese por un instante el 22.
El teatro vuelve a ser el
personaje principal en la obra de Graciela. Ya a fines de la década del 90, se
une al teatro comunitario. “Cuando comienzo con los trabajos en el teatro
comunitario, me doy cuenta de lo que me faltaba. Así que voy al IUNA (Instituto
Universitario Nacional de Arte) a hacer el profesorado de teatro. Con lo que me
reencuentro con el conservatorio. Había deseado mucho estar en el
conservatorio”, remarca y se emociona Graciela. Después de quince años de
democracia, Graciela mantenía firme su amor por el teatro, por el arte, y sobre
todas las cosas tenía memoria. Ningún golpe militar logró romper con ese amor
de Graciela hacia sus compañeros. Por eso se emociona. Por ellos y por ella.
Se seca las lágrimas y continúa
recordando y contando su historia. Porque su vida sigue. Sigue soñando y
cumpliendo los sueños. Cuando terminó la secundaria, soñaba con ser maestra
rural. Solamente el tiempo sabía en aquel entonces que ella se convertiría en
una maestra de la vida. Enseñó a hacer teatro en la cárcel y fuera de ella.
Enseñó a ser directora de teatro y a pararse en un escenario.
El 2013 no fue un año más para
Graciela. Tomó la decisión de jubilarse y de tener un poco más de tiempo libre.
“Cumplí sesenta años en noviembre. Juanjo había tenido un ACV. Y yo empecé a
sentirme más cansada. Comencé la formación en biodanza. Tenía ganas de actuar.
Me planteo jubilarme, reducir mi actividad como profesora de directora de
teatro y volver a actuar yo. Y tener más tiempo libre”, reflexiona Graciela.
Graciela mira hacia atrás en su
vida y asegura tener cierta coherencia con los sueños. También mira hacia
adelante y reafirma que los sueños que vendrán tendrán la misma coherencia.
“Para vivir es necesario un gran amor y un gran ideal. Es eso lo principal en
la vida. Y participar en grupos. Desde los pequeños grupos vamos haciendo la
sociedad mejor. El sentido de la vida y la trascendencia te la da el hacer con
otro. Es sumamente valioso lo que cada uno puede acercar. Me sigue pareciendo
tan irracional la guerra como cuando era chica, solo que entendí que hay
intereses económicos y políticos. Hay mucho para hacer en cuanto a educación y
cultura. El arte es transformador. La represión nos vuelve más malos. Y cuanto
más libertad tengamos, más solidarios y fraternales somos”, garantiza Graciela,
quien tiene amor por el teatro y un ideal de compañerismo que venció cualquier
cárcel y dictadura que se interpuso en el camino.
La fila de grandes y niños que
aguardaban para ingresar al Teatro Municipal de Quilmes ya no está. Esos
grandes y niños disfrutan de una obra de teatro a una cuadra de la nueva casa
de Graciela. Una niña que soñó con ser maestra y enseñó, una militante con
ideales que nunca los traicionó, una mujer que deseaba ser madre y lo fue. Una
directora de teatro que nunca deja de soñar.