jueves, 9 de octubre de 2014

Un amor y un ideal

La fila es de más de una cuadra. En Mitre al 700, en la ciudad de Quilmes, se encuentra el Teatro Municipal. Grandes y niños aguardan para ingresar. A dos cuadras, está la Casa de la Cultura de Quilmes, otro lugar en el que se respira arte y teatro. En el medio de ambos lugares, espera, en su nueva casa, Graciela Schtutman. Ahí, como en el Teatro Municipal y en la Casa de la Cultura, también se respira arte y teatro.

La mudanza reciente no parece notarse. El living ordenado, la cocina impecable, las habitaciones iluminadas. Las cajas llenas de cosas que portan el título ‘no sé qué hacer con esto’ no están a la vista. Mucho menos cuando hay invitados. El agua está caliente, el mate ya está listo y Graciela no sólo abre las puertas de su casa, sino también empieza a abrirle otras puertas a quién se siente a escuchar su historia.

“Mi papá era muy cuida. Muy represor. Mi hermana y yo no la pasamos bien en la primera infancia. Tenía mucho miedo a todo. No nos dejaba ir de excursión. Y mi mamá, a escondidas, nos preparaba el bolsito para irnos igual”, comienza Graciela, anticipando que esos dos lados opuestos se resignificarían más adelante en su vida.

El teatro y Graciela es un amor que se marcó desde su infancia. Ya desde los seis años, las maestras la ponían a recitar en los actos escolares. “Era terriblemente tímida, pero cuando me subía al escenario me olvidaba de todo”, describe a la niña que era. Esa misma niña que le aseguraba a su madre no entender cómo podía darse una guerra. Sin embargo, el teatro concretamente recién apareció en su vida una vez que terminó la secundaria. Ahí fue cuando se unió a un grupo de teatro y en el que empieza a ver las primeras obras.

Al mismo tiempo, empieza a estudiar Letras en la universidad. No obstante, ese primer comienzo universitario no duraría mucho. Su padre, tan represor y miedoso como lo describe, no la deja ir más, ya que no creía conveniente algunas relaciones que mantenía Graciela. Por lo que inicia un trabajo en una fábrica de Quilmes en simultáneo al grupo de teatro. “Escribía a máquina. Eran las máquinas de escribir eléctricas, que eran muy veloces. Eran ocho horas de trabajo. Escribía mecánicamente y a la vez iba repasando el libreto”, rememora Graciela como si fuese un libreto más.

Suenan las llaves y se abre la puerta. Llega Juan José, su marido. El “Chino”, como lo conocen, agarra una silla y se sienta a escuchar, porque antes de ser el marido de Graciela, antes de ser el padre de una de sus hijas, mucho antes de tener en común el teatro, y mucho antes de otros montones, Juan José es persona y entiende que vale la pena volver a escuchar la historia de Graciela.
Así como el teatro resulta una característica tan propia de Graciela, la militancia es un rasgo muy particular en su vida. “Yo deseaba formar parte de un grupo de teatro comprometido socialmente. Pero en ese momento era tan fuerte la ola militante que ni sé cómo arranqué ni cómo terminé en el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo)”, cuenta Graciela.

A partir de mediados de la década del 70, el contexto político y social empezaba a escribir uno de los capítulos más oscuros de la historia argentina. El miedo, el olvido y las desapariciones se apoderaron del país. Graciela militaba en el ERP y fue detenida por primera vez, mientras pintaba en una de las paredes de la Ciudad de Buenos Aires “Libertad a los compañeros de la libertad”. Sin embargo, fue solamente un día y el mensaje de miedo ya estaba enviado. En 1974, allanaron la casa donde vivía junto a su novio en Villa Luro. Allí encontraron panfletos y revistas que eran considerados ilegales. Como consecuencia, pasaron a vivir en la clandestinidad, más precisamente en una pensión de San Telmo.

El 1° de mayo de 1975 cambió la vida de Graciela. Había una concentración en la que hablaría Isabel Martínez de Perón, debido al Día del Trabajador. Graciela se acerca junto a su novio de aquel entonces, “Tati”, quien años más tarde sería su primer marido. Cuando se dirigían a la movilización, dos policías los paran. Graciela llevaba con ella unas revistas que debía alcanzarle a un compañero. Los policías la detienen a ella, ya que aseguró no conocer a su novio para que no sea detenido. A los cinco días, Graciela ya se encontraba en la cárcel de Devoto. No obstante, sus ideales y el teatro se mantendrían intactos.  

La cárcel será el único lugar que conocerá en ocho años y medio. El 24 de marzo de 1976 se da el Golpe de Estado y ese cambio también se percibió dentro de las cárceles. Algunas se transformaron en campos de concentración. No así Devoto, donde estaba Graciela, ya que era una de las cárceles que la dictadura mostraba a personas que venían del exterior. “La mayor desesperación cuando estás preso es estar conectado con el afuera, porque la vida pasa por el afuera”, narra Graciela, quien asegura estar hablando de cosas que por momentos le parecen irreales.

Pero la cárcel, los militares ni nadie pudieron romper el vínculo de Graciela con el teatro. Allí adentro organizaba junto a sus compañeras obras de teatro. Desde la improvisación y desde algunas lecturas que mantenían escondidas, construían y representaban diferentes historias. Las duchas se convertían en el escenario principal y las compañeras de pabellón, en las espectadoras. Sin embargo, debían estar atentas, porque las guardias podían ingresar en cualquier momento. “Una vez fui al calabozo por actuar. Estábamos haciendo un cuento de “Las mil y una noches”. Y me tocaba hacer de guardia cárcel. En el medio, cae la celadora. Nos pregunta qué estábamos haciendo. Yo salgo y le digo que estábamos haciendo teatro. Fui al calabozo que más me gustó, porque fui por estar haciendo teatro”, relata, detalla y sonríe Graciela, orgullosa de poder llevar el teatro hasta en lugares en los que resultaba imposible imaginarlo.

Los años pasaban, la dictadura militar seguía en el país y Graciela contra todo eso y mucho más continuaba haciendo teatro. Soñaba en cada momento. Ya a comienzos de la década del 80, fue trasladada a la cárcel de Ezeiza. Allí, tenía parque, acceso a libros. Pero el deseo de libertad aún no se cumplía. Uno de los tantísimos días que estuvo presa se acercó el Padre Luis Farinello. Ella le entregó una carta y él la leyó en una misa. Y muchos años después, su hija Ayelén comenzaría a trabajar en la Fundación Farinello. Porque así es la vida de Graciela, una vida en la que los momentos y los sueños se resignifican constantemente.

El 18 de octubre de 1983 se levanta el estado de sitio en el país y Graciela es liberada. Después de ocho años y medio dentro de una cárcel, Graciela logra quedar en libertad. Y seguía soñando. Los años en la cárcel le quitaron tantísimas cosas, pero hay una que soñaba cada día: ser mamá. “Cuando salgo no me pongo a hacer teatro enseguida. Lo primero que hago es tener hijos. Entramos de veinte y salimos de treinta. Alrededor de los 25 y 26 años, las mujeres sentimos un campanazo de maternidad. Por eso una de las primeras cosas que hicimos las chicas que estábamos en la cárcel fue formar una familia”, reseña Graciela, que formó una familia en la década del 80 junto a “Tati”, aquel novio que vio la última vez que estuvo en libertad antes de ser detenida.

No obstante, a fines de los 80 la relación con su marido termina y Graciela vuelve a Quilmes junto con sus dos hijas. El teatro vuelve a su vida y arranca a trabajar en cursos de extensión que brindaba en la Universidad de Buenos Aires. Para ir al trabajo se tomaba el 22, un colectivo tan quilmeño como Graciela misma. Es ahí, en uno de los tantos viajes hacia el trabajo, donde conoce a Juan José, el “Chino”, su actual esposo. “Yo llevaba a mis nenas a una guardería municipal. Tomo el 22 y ahí nos miramos con Juanjo para siempre. Lo tenía visto de un recital de música. Yo lo veo y tengo un recuerdo porque me gustó. Nos miramos en el colectivo, se me acerca y me dice “¿de dónde te conozco?”. Nos pusimos a charlar y ahí nos dimos cuenta que teníamos amigos en común. De casualidad nos encontramos los días siguientes en el colectivo y un día quedamos en salir”, narra Graciela, mientras mira hacia un costado y lo ve ahí al “Chino” y se vuelve a enamorar una y otra vez como si esa casa fuese por un instante el 22.

El teatro vuelve a ser el personaje principal en la obra de Graciela. Ya a fines de la década del 90, se une al teatro comunitario. “Cuando comienzo con los trabajos en el teatro comunitario, me doy cuenta de lo que me faltaba. Así que voy al IUNA (Instituto Universitario Nacional de Arte) a hacer el profesorado de teatro. Con lo que me reencuentro con el conservatorio. Había deseado mucho estar en el conservatorio”, remarca y se emociona Graciela. Después de quince años de democracia, Graciela mantenía firme su amor por el teatro, por el arte, y sobre todas las cosas tenía memoria. Ningún golpe militar logró romper con ese amor de Graciela hacia sus compañeros. Por eso se emociona. Por ellos y por ella.
Se seca las lágrimas y continúa recordando y contando su historia. Porque su vida sigue. Sigue soñando y cumpliendo los sueños. Cuando terminó la secundaria, soñaba con ser maestra rural. Solamente el tiempo sabía en aquel entonces que ella se convertiría en una maestra de la vida. Enseñó a hacer teatro en la cárcel y fuera de ella. Enseñó a ser directora de teatro y a pararse en un escenario.
El 2013 no fue un año más para Graciela. Tomó la decisión de jubilarse y de tener un poco más de tiempo libre. “Cumplí sesenta años en noviembre. Juanjo había tenido un ACV. Y yo empecé a sentirme más cansada. Comencé la formación en biodanza. Tenía ganas de actuar. Me planteo jubilarme, reducir mi actividad como profesora de directora de teatro y volver a actuar yo. Y tener más tiempo libre”, reflexiona Graciela.

Graciela mira hacia atrás en su vida y asegura tener cierta coherencia con los sueños. También mira hacia adelante y reafirma que los sueños que vendrán tendrán la misma coherencia. “Para vivir es necesario un gran amor y un gran ideal. Es eso lo principal en la vida. Y participar en grupos. Desde los pequeños grupos vamos haciendo la sociedad mejor. El sentido de la vida y la trascendencia te la da el hacer con otro. Es sumamente valioso lo que cada uno puede acercar. Me sigue pareciendo tan irracional la guerra como cuando era chica, solo que entendí que hay intereses económicos y políticos. Hay mucho para hacer en cuanto a educación y cultura. El arte es transformador. La represión nos vuelve más malos. Y cuanto más libertad tengamos, más solidarios y fraternales somos”, garantiza Graciela, quien tiene amor por el teatro y un ideal de compañerismo que venció cualquier cárcel y dictadura que se interpuso en el camino.


La fila de grandes y niños que aguardaban para ingresar al Teatro Municipal de Quilmes ya no está. Esos grandes y niños disfrutan de una obra de teatro a una cuadra de la nueva casa de Graciela. Una niña que soñó con ser maestra y enseñó, una militante con ideales que nunca los traicionó, una mujer que deseaba ser madre y lo fue. Una directora de teatro que nunca deja de soñar.