“Rosario
tiene lindas minas y buen fútbol. ¿Qué más puede pretender un intelectual?”,
sentenció tantísimas veces Roberto Fontanarrosa, que nació, vivió y murió en
dicha ciudad. Su apodo el Negro era parte de su documento. Su forma de vivir,
de trabajar, de reír y hacer reír eran parte de su gen argentino.
La
mayoría de las ocasiones en las que se busca una persona que represente a los
argentinos los nombres rondan por alguien vinculado a la política o al deporte.
Porque así está impuesto en el análisis. Solamente se pueden elegir personajes
que hayan representando al país a nivel mundial. San Martín, Moreno, Belgrano,
El Ché, Maradona, Fangio, son los nombres que se apoderan siempre de las
encuestas o de los programas de televisión que debaten sobre el tema.
Seguramente, ellos tuvieron y tienen impregnado ese gen argentino, esa
particularidad que nos hace distintos. Ni mejores ni peores. Distintos. Y eso
también era Fontanarrosa. Un distinto.
Como
argentino que era, el Negro hizo de todo. No obstante, sus dibujos y sus textos
trascendieron más que cualquier otro trabajo que haya encarado a los largo de
sus 62 años. Creó personajes que eran tan argentinos como él. El gaucho Inodoro
Pereyra estuvo siempre acompañado de su perro Mendieta y un mate, que llegaban
a compartir incluso. “Que lo parió”, respondía Mendieta.
Su
ciudad fue Rosario. Su segunda casa El Cairo, el bar de Santa Fe y Sarmiento.
Ahí, en “la mesa de los galanes” se hablaba de fútbol y de mujeres. Se hablaba
de Rosario.
En
Rosario se respira fútbol. En los bares y en las calles. O sos de Rosario
Central o de Newell´s. No hay margen de error. El Negro se contagió de esa
enfermedad llamada Central. Esa enfermedad no lo mataría nunca. Sin embargo, el
viejo Casale, protagonista del cuento “19 de diciembre de 1971”, murió en una
cancha de fútbol. Jugaban una semifinal Newell´s y Central. Central ganó 1 a 0
el partido y en pleno festejo, el viejo Casale, enfermo del corazón y de
Central, falleció en plena tribuna. “La mejor manera de morir”, escribió
Fontanarrosa.
Trabajaba
de tarde y de noche. Las mañanas, como todo dibujante, eran para dormir y
descansar. El Negro aseguraba haber sido levantado dos veces antes de las diez
de la mañana. “Sólo dos veces mi mujer me despertó antes de las diez de la
mañana: una fue cuando me dijo: "invadieron las Malvinas". Y la otra:
"Diego firmó para Newell’s". Dos catástrofes”.
El
Negro no sólo dibujaba. También escribía. Escribió de fútbol, algunos cuentos
de fútbol, algunas novelas de fútbol, y también otros textos de fútbol. Viajó a
mundiales y desde distintos puntos del mundo contaba con sus dibujos los
partidos. Fontanarrosa era hombre y argentino, y como muchos que cumplen esas
dos condiciones, recuerdan fechas gracias a los mundiales de fútbol. “A mí el
fútbol me sirve para acordarme de fechas. Porque soy un desastre para eso. Por
ejemplo, sé que mi Viejo murió en el 71, pero no sé en qué día, o en qué mes.
Entonces me guío por los Mundiales”, aseguraba.
El
gen argentino nos hace distintos. A veces como bichos raros con respecto al
resto del mundo. Fuera de protocolos, pasionales. Diferentes. Así fue el Negro
Fontanarrosa cuando lo invitaron a exponer en el Congreso Internacional de la
Lengua Española en Rosario. Lejos de lo protocolar y mucho más lejos de la
demagogia, Fontarrosa reivindicó a las malas palabras. Habló de la palabra
mierda, carajo y pelotudo. "Este es un ámbito más que apropiado para
plantearse ¿por qué son malas palabras? ¿Le pegan a las otras palabras? ¿Son de
mala calidad, y cuando uno las pronuncia se deterioran? ¿Quién las define como
malas palabras?", expresó ante las risas de profesores, maestros y del
Presidente del Congreso. Su nombre: Víctor García de la Concha.
Escribió
hasta donde pudo. Dibujo un tiempo más aunque tampoco podía. Su último dibujo
no podía haber sido otro. Era el “Canalla”. Un dibujo especialmente para que se
impregne en medio del pecho de la camiseta de su querido Rosario Central.
En
2003 le diagnosticaron esclerosis lateral amiotrófica. A los dos años la silla
de ruedas era su principal compañera. Como lo hacía Mendieta para Inodoro
Pereyra, a veces la silla renegaba por el Negro y exclamaba “que lo parió”. Era
argentino y por ende había momentos que no existía enfermedad ni silla de
ruedas que prohibía las ganas de trabajar y de hacer reír.
Fontanarrosa
era amigo de todos. No recuerda haber tenido enemigos. A los 62, el 19 de julio
de 2007, justo un día antes del Día del Amigo, el Negro sufrió un paro
cardiorrespiratorio. La marcha el día de su entierro tuvo una para especial. El
Gigante de Arroyito, la cancha de Rosario Central, lo tuvo cerca unos minutos.
Se despedía uno de sus hinchas por excelencia. Esa enfermedad no logró matarlo.
Fontanarrosa
fue negro, futbolero, enamorado de las mujeres, hombre de bares, trabajador y
buen amigo. ¿Qué más puede pretender un argentino?