miércoles, 22 de junio de 2016

Las gambetas del Negro y Diego



El 10 de junio de 1986 mientras Argentina le ganaba 2 a 0 a Bulgaria en el Mundial de México, con goles de Jorge Valdano y Jorge Burruchaga, el Negro Baltazar festejaba su cumpleaños número 46. Festejaba con su familia y sus compañeros. Festejaba el segundo triunfo de la selección en el mundial y el pase a octavos. Pero sobre todas las cosas el Negro Baltazar el día de su cumpleaños festejaba que con ese resultado los cuartos de final podían ser contra Inglaterra. No lo decía entre sus familiares y compañeros porque primero estaban los octavos de final contra Uruguay. Pero el Negro estaba convencido, los cuartos iban a ser contra los ingleses.

El Negro Baltazar miraba el Mundial del ’86 por Argentina, por el fútbol y por Maradona. Se quejó por las patadas que lo hostigaron en el partido frente a Corea del Sur. Se enamoró una vez más de Diego con el gol a Italia. Se puso ansioso en los partidos contra Bulgaria y Uruguay porque Diego no convirtió goles. Pero el Negro Baltazar sabía que la historia se escribe con lucha y compañerismo, y el partido de cuartos era el momento de la historia para escribir un capítulo único. 

En el fútbol, como en la vida, las gambetas eluden mucho más que jugadores. Una gambeta saca del camino a cuanta injusticia se interponga en el trayecto. Eso lo sabía Diego y lo sabía el Negro Baltazar, que hacía 46 años gambeteaba en la vida. Sus gambetas no fueron con la pelota ni tampoco solitarias. Porque una gambeta, un engaño al rival, necesita la ayuda de un compañero, de alguien que esté presente para generar incertidumbre en el contrario. El Negro Baltazar, militante de la vida y de sus ideales, gambeteó injusticias y persecuciones políticas. Gambeteó destinos y mudanzas obligadas porque unos pocos buscaban desterrar sus ideales e imponer el miedo. Diez años antes que empiece el Mundial del ’86, se iniciaba en Argentina la más siniestra historia de las dictaduras cívico-militares. Desde aquel día, y de antes también, el Negro Baltazar gambeteaba junto a su familia y compañeros secuestros y torturas.

El Negro Baltazar veía en Diego a un gambeteador de la vida. Porque Diego gambeteaba dentro y fuera de la cancha. Adentro lo hacía con los rivales. Afuera gambeteaba a las injusticias sociales del día a día. Ambos gambeteaban y luchaban. Los dos siempre con la camiseta de su país, de Argentina, que la defendían a diario.

Doce largos días pasaron del cumpleaños número 46 del Negro Baltazar para llegar finalmente a los cuartos de final contra Inglaterra. Habían pasado cuatro años de la inentendible guerra de Malvinas y las comparaciones eran inevitables. “Este será un partido ideal para que se confundan los imbéciles”, escribió Jorge Valdano horas antes del partido. El Negro Baltazar estaba muy lejos de esa comparación. No lo veía como una revancha. Pero el corazón en el fútbol, como en la vida, tira mucho por la bandera y en este partido el corazón jugaba un papel protagónico.

El Negro Baltazar lo vio tan ansioso como convencido ese partido. Confiaba en su país y en Maradona. Y no se equivocó. Diego gambeteó, jugó con un compañero como hacía el Negro Baltazar en la vida, y engañó a árbitros y jueces. El puño izquierdo, símbolo de lucha, llegó más lejos que las manos y los ojos del arquero inglés Peter Shilton. La pelota entró picando al arco y Diego salió corriendo festejando el primer gol argentino. Era “la mano de Dios”, la de un pueblo abatido por la injusticia de una guerra. No era revancha ni justicia divina. Porque esto no era un robo, no era un robo como aquel de hacía cuatro años, impune e injusto. Esto era gambeta y engaño. Era el puño de Maradona y los puños de miles de compañeros que lucharon como el Negro Baltazar. Pero el Negro seguía convencido de algo: no alcanzaba con el engaño, con la mano izquierda del lado de la justicia, faltaba algo más, faltaba el fútbol, faltaban gambetas.

“Gambeteando a todos enfrentó al arquero; y con fuerte tiro quebró el marcador” dice el tango de Reinaldo Yiso graficando lo que fue un derroche de gambetas en el Estadio Azteca. Cinco minutos después de la mano que engañó a todos, Diego se vistió de Negro Baltazar, de héroes de guerra, de compañeros desaparecidos, de marginados por las desigualdades sociales, y se lanzó al mundo a gambetear ingleses. Gambeteó a todos como canta el tango. Tenía razón el Negro Baltazar. No alcanzaba con la mano, faltaba la gambeta tan suya como de Diego. No era un partido más ni tampoco era una revancha. Así lo sentía el Negro Baltazar, que festejaba los goles y las gambetas de Diego.

Con el pasar de los años, Jorge Valdano, que esperó el pase de Diego en toda la jugada y disfrutó el gol como todos, sentenció "en un partido de un grandísimo valor simbólico, Maradona mostró las dos formas de ser del argentino. En el primer gol muestra la picardía criolla o la viveza. Argentina es un país donde el engaño tiene más prestigio que la honradez. Pero también tiene otra cara. Es la del virtuosismo y la habilidad. En el segundo gol Maradona corona el partido con una obra de arte. Es la habilidad, la gambeta, la nuestra". Valdano resumía todo en una frase. Resumía la jugada que quedaba grabada para la eternidad en la retina de él y de miles de personas. Y en las retinas de Manuel Alba Olivares, un colombiano que hizo conocer Eduardo Galeano, gambeteador en la vida y con las palabras, en “Los hijos de los días”. Esas gambetas fueron las últimas imágenes de Manuel, que a los once años y cuando Diego empujaba la pelota a la red, sus ojos se cerraron para siempre. Desde aquel día, Manuel pide prestados los ojos de sus amigos para ver gambetas en el fútbol y en la vida.


El 25 de marzo de 2016, un día después de la multitudinaria marcha - en la que estuvo presente su familia y sus compañeros- en recuerdo a los 30 mil desaparecidos en la última dictadura cívico-militar, a 39 años de la desaparición del periodista, escritor, luchador, gambeteador, militante y compañero Rodolfo Walsh, a casi 30 años de aquellos festejos por su cumpleaños número 46 y los goles de Diego, el Negro Baltazar no pudo gambetear más internaciones, ampollas ni enfermedades. Trascendieron sus ideales y sus gambetas. Sus compañeros que no veía hace 40 años lo esperaban para gambetear nuevas  aventuras de militancia y de principios. Acá seguiremos, como el Negro Baltazar y Maradona, gambeteando injusticias por la memoria de quienes lucharon con gambetas. 

lunes, 6 de junio de 2016

El farolero Ali



Esta vez tenía razón. Desde aquel abril de 1943 cuando usted Antoine de Saint Exupery publicó “El Principito” nos preguntamos por la frase que inmortalizó para la eternidad. “Lo esencial es invisible a los ojos”. Le confieso Saint Exupery que tengo mis dudas en ciertas ocasiones. Pero esta vez, esta vez usted tenía razón.

"Este hombre, quizás, es absurdo. Sin embargo, es menos absurdo que el rey, el vanidoso, el hombre de negocios y el bebedor. Su trabajo, al menos, tiene sentido. Cuando enciende su farol, es igual que si hiciera nacer una estrella más o una flor y cuando lo apaga hace dormir a la flor o a la estrella. Es una ocupación muy bonita y por ser bonita es verdaderamente útil", sentenció el Principito describiendo aquel farolero de ese quinto planeta que nos regaló usted Saint Exupery. Y repito, esta vez tenía razón. La vida y este planeta, que no es el quinto planeta del que hablaba el Principito, sino más bien el tercero según nos indicaron las maestras de los primeros grados de nuestra infancia al estudiar el sistema solar, está lleno de faroleros que prenden estrellas o flores en cada momento.

La ocupación de Muhammad Ali fue mucho más que ser boxeador, fue mucho más que ser uno de los mejores deportistas de la historia. Su ocupación fue siempre farolero, como decía usted Saint Exupery. Si, farolero. El deporte fue el medio que escogió para encender estrellas y flores en cada lugar donde estaba.

Arriba del ring peleaba contra los mejores. Perdió grandes peleas y ganó otras tantas históricas. Abajo del ring luchó contra los peores, contra los más poderosos, sin miedo a exponer un sistema perverso que, como dijo usted Saint Exupery, era invisible a los ojos. Ese poder real, la esencia del sistema más injusto, era invisible a los ojos del mundo. Ali simplemente encendió los faroleros para que el mundo habrá los ojos y luche contra la injusticia más injusta que reina hasta ahora: la desigualdad social.

Tal vez fueron los ojos de aquella moza de un bar de la ciudad estadounidense Louisville los que primero se empezaron a abrir ante la lucha de Ali en 1960. Todavía con el nombre de Cassius Clay, que luego cambiaría por Muhammad Ali tras incorporarse al Islam, Ali obtuvo para los Estados Unidos la medalla de oro en los Juegos Olímpicos de Roma. Su sueño en aquel momento no se vinculaba a la emoción de escuchar el himno de su país ni de alzarse con la medalla en lo más alto del podio. Su sueño era un mundo más justo e igualitario. Y no espero en empezar su lucha. El primer round fue ahí en Louisville con aquella moza. Ali, campeón olímpico y representante del país en que se encontraba, le pidió un café, mientras estaba acompañado de su medalla dorada. La moza, como si fuese George Foreman, golpeó en lo más profundo a Ali. “No servimos a negros aquí”, sentenció ella. Los ojos de aquella moza hasta aquel momento estaban cerrados.

Debo remarcarle una cosa a usted Saint Exupery. Hubo alguien que si vio en aquel entonces lo esencial de Ali, su lucha social. Fue su rival. Amenazado por su repercusión mundial y popularidad, quienes imponían la desigualdad social, el racismo, vieron en Ali su rival más difícil de noquear. Y es que si una piña lo tiraba a la lona, Ali siempre encontraba las fuerzas para ponerse de pie y seguir luchando. El 8 de mayo de 1967 el Gran Jurado Federal de los Estados Unidos lo acusó formalmente de deserción, luego de que Ali se negara a ir a la Guerra de Vietnam con el ejército de su país. "No iré a tirar bombas en Vietnam mientras a los «negros» de mi tierra los tratan como a perros. El verdadero enemigo de mi gente está aquí. No traicionaré a mi religión, a mi gente ni a mí mismo convirtiéndome en un juguete para esclavizar a quienes luchan por justicia, libertad e igualdad. ¿Y si voy preso qué? Ya estamos presos desde hace 400 años", justificó Ali. Le quitaron su título mundial de pesos pesados y le suspendieron su licencia de boxeador por cuatro años. Le sacaron lo visible a los ojos de un mundo ciego en aquel entonces. Pero lo esencial de su vida, eso invisible a los ojos como nos enseñó usted Saint Exupery, estaba intacto. La lucha por un mundo más justo no terminaba. La campana no había sonado.

Ali le dijo que no a lo impuesto por el sistema. Luchó contra la Guerra de Vietnam, contra el racismo, luchó por los marginados. Y trascendió fronteras. Los faroles que encendía en cada punto del planeta Ali iluminaban a estrellas y flores que germinaban para crecer desde ese momento. La visita de Muhammad Ali en cada lugar era el comienzo de un camino de lucha constante. Y aunque el poder más siniestro de todos le quitaba títulos, licencias, posibilidades de subir a un ring, lo visible a los ojos, la esencia de él estaba intacta.

Pero algo entendió Ali. Los faroleros que usted nos enseñó Saint Exupery no pueden solos. Necesitan juntarse. La lucha en sociedad noquea cualquier rival que suba al ring. Por eso se juntó con Mandela.  Por eso charló y luchó junto a Malcom X, activista estadounidense,  por los derechos de los afroamericanos.

En 1974 lo visible a los ojos, pero no tan esencial para Ali, volvió a su poder. El título mundial de los pesos pesados volvía a su verdadero dueño. Lo esencial en la vida de Ali, invisible para quienes impedían que se perciba su revolución, seguía a paso firme. La justicia y la igualdad social eran los motivos de cada farol que encendía Ali.

El parkinson fue, tal vez, el rival al que nunca supo cómo pelearle. Desde que se subieron al ring, Mr. Parkinson lo tuvo contra las cuerdas y Ali simplemente aguantaba los golpes y otros los esquivaba. Mientras tanto el mundo empezaba a observar lo que tanto quiso mostraba Ali. No estaba seguro, pero seguramente ya podría ir a tomar un café a aquel bar de Louisville, donde lo echaron a principios de la década del ’60. Finalmente, el 3 de junio de 2016 el parkinson lo terminaría de noquear.


Es verdad Saint Exupery. Tenía razón usted. “Lo esencial es invisible a los ojos”. Los títulos, las medallas no son lo esencial en la vida. Lo esencial será siempre la lucha por un mundo más justo e igualitario. Eso que el siniestro poder quiere ocultar. Por suerte hay faroleros como Ali que vienen al mundo a iluminar estrellas y flores que prenden hasta la eternidad, como “El Principito”.