Interminables eran las discusiones con el tío Osvaldo.
Ferviente defensor de la música, de la pintura, de las esculturas, se negaba a
aceptar que el fútbol podía ser considerado también una obra de arte. Recorría
museos en cuanto viaje hiciera. Ese era el tío Osvaldo. No le gustaba mezclar
en ningún tipo de charla la palabra arte con el fútbol.
Al tío Osvaldo, sin embargo, le gustaba sentarse cada
domingo a ver fútbol. Era más hincha del fútbol en sí mismo que de un equipo en
particular. Otros tíos afirman que siempre se ponía más nervioso cuando jugaba
San Lorenzo. Sus amigos aseguran que las Libertadores ganadas a fines de los ’60
por Estudiantes lo convirtieron en hincha del “Pincha”. No obstante, pese a
todo, siempre observaba los partidos abstraído de todo tipo de emoción. Y
siempre separando el concepto arte del deporte fútbol. Eso era para él. Un
deporte, un juego.
El tío Osvaldo viajaba mucho. Intentaba después de tanto
trabajo, conocer algún país. Y así fue que pudo conocer Italia, Francia,
Alemania y más. En el ’86, el tío Osvaldo, al igual que en otros años, se tomó
sus merecidas vacaciones. Y junto con su hermano, el tío Juan, eligieron como
destino México. Como la mayoría de las veces, el viaje estaba programado para
el mes de junio. Pero este año era particular: justo en ese mes, en ese país,
se iba a llevar a cabo el campeonato del mundo de fútbol. El tío Osvaldo era
también de observar los partidos de la Selección. Pero su reacción era similar
a la de cualquier otro partido de fútbol.
La Selección Argentina ganaba y avanzaba en el torneo.
Llegaban los cuartos de final y había que enfrentar a Inglaterra. Esa misma
Inglaterra que cuatro años antes se había quedado con las Malvinas, ese terreno
tan argentino como Buenos Aires. Para el tío Osvaldo, en ese partido se jugaba
algo más. Algunos amigos de él tuvieron que viajar a esa inentendible guerra
que algunos pocos quisieron creer que era necesaria. Esos mismos pocos que imponía
en aquellos años la desaparición y el olvido. Pero el tío Osvaldo elegía no
olvidar. Por eso le dijo a su hermano “tenemos que ir, Juan, tenemos que ir a
la cancha”. Caminaron y caminaron buscando dos entradas para el Estadio Azteca.
Y finalmente el 21 de junio de 1986 las consiguieron. Sí, un día antes del
encuentro.
El tío Osvaldo y el tío Juan se acercaron aquel 22 de junio
al Azteca. Pese a que el tío Osvaldo no era de ponerse nervioso, mucho menos de
sufrir con un partido de fútbol, en esta oportunidad tenía un poco de ansiedad.
El recuerdo de sus amigos, los ingleses en frente, su hermano al lado.
El primer tiempo Argentina atacó para la cabecera opuesta a
donde se encontraban el tío Osvaldo y el tío Juan. Sin embargo, los goles no
llegaban. Y la ansiedad, los nervios y el sufrimiento crecían. Ya la actitud de
tranquilidad que caracterizaba al tío Osvaldo se había alejado. Comenzaba el
segundo tiempo y la Selección Argentina atacaba para esa cabecera en la que los
dos tíos estaban sentados.
Ya cuando el tío Osvaldo empezaba a comerse las uñas dejando
de lado todo tipo de tranquilidad, Diego Maradona le devolvía una sonrisa
después de cuatro años. Tras intentar una pared con Valdano, Maradona le ganó
en los aires al arquero inglés Peter Shilton. Le ganó con la mano y, pese a que
el reglamento lo prohíbe, era el gol más lícito de la historia de los
mundiales. Era el grito de la memoria, el grito que llenaba de lágrimas a
millones de argentinos, era la mano de Dios. El tío Osvaldo y el tío Juan se
abrazaron entre sonrisas y emociones. Percibían que el gol había sido con la
mano, pero ya nada importaba.
Cuatro minutos después, a los diez minutos del segundo
tiempo, el “diez” más grande que haya dado la historia del fútbol comenzaba la
corrida más humillante que jamás se haya visto. Diego Maradona arrancaba en
mitad de cancha y gambeteó a cuanta camiseta inglesa se cruzase por su camino.
Seguido por esos amigos del tío Osvaldo que hace cuatro años que no veía,
seguido por otros tantos amigos de otros tantos tíos que eligieron no olvidar,
Maradona ridiculizó a toda Inglaterra. Gambeteó y gambeteó. Dejó tirado una vez
más a Shilton y convertía el gol más perfecto de todos los tiempos.
En la tribuna, en esa cabecera justo atrás del arco, el tío
Osvaldo y el tío Juan volvían a abrazarse inmersos en una profunda emoción. El
tío Osvaldo recordó cada carta que no llegaba hace cuatro años, recordó cada
amigo. Y en ese mismo instante le decía a su hermano “Juan, esto es realmente
la obra de arte más magnífica que mis ojos vieron, no habrá nada igual”.