jueves, 9 de octubre de 2014

Un amor y un ideal

La fila es de más de una cuadra. En Mitre al 700, en la ciudad de Quilmes, se encuentra el Teatro Municipal. Grandes y niños aguardan para ingresar. A dos cuadras, está la Casa de la Cultura de Quilmes, otro lugar en el que se respira arte y teatro. En el medio de ambos lugares, espera, en su nueva casa, Graciela Schtutman. Ahí, como en el Teatro Municipal y en la Casa de la Cultura, también se respira arte y teatro.

La mudanza reciente no parece notarse. El living ordenado, la cocina impecable, las habitaciones iluminadas. Las cajas llenas de cosas que portan el título ‘no sé qué hacer con esto’ no están a la vista. Mucho menos cuando hay invitados. El agua está caliente, el mate ya está listo y Graciela no sólo abre las puertas de su casa, sino también empieza a abrirle otras puertas a quién se siente a escuchar su historia.

“Mi papá era muy cuida. Muy represor. Mi hermana y yo no la pasamos bien en la primera infancia. Tenía mucho miedo a todo. No nos dejaba ir de excursión. Y mi mamá, a escondidas, nos preparaba el bolsito para irnos igual”, comienza Graciela, anticipando que esos dos lados opuestos se resignificarían más adelante en su vida.

El teatro y Graciela es un amor que se marcó desde su infancia. Ya desde los seis años, las maestras la ponían a recitar en los actos escolares. “Era terriblemente tímida, pero cuando me subía al escenario me olvidaba de todo”, describe a la niña que era. Esa misma niña que le aseguraba a su madre no entender cómo podía darse una guerra. Sin embargo, el teatro concretamente recién apareció en su vida una vez que terminó la secundaria. Ahí fue cuando se unió a un grupo de teatro y en el que empieza a ver las primeras obras.

Al mismo tiempo, empieza a estudiar Letras en la universidad. No obstante, ese primer comienzo universitario no duraría mucho. Su padre, tan represor y miedoso como lo describe, no la deja ir más, ya que no creía conveniente algunas relaciones que mantenía Graciela. Por lo que inicia un trabajo en una fábrica de Quilmes en simultáneo al grupo de teatro. “Escribía a máquina. Eran las máquinas de escribir eléctricas, que eran muy veloces. Eran ocho horas de trabajo. Escribía mecánicamente y a la vez iba repasando el libreto”, rememora Graciela como si fuese un libreto más.

Suenan las llaves y se abre la puerta. Llega Juan José, su marido. El “Chino”, como lo conocen, agarra una silla y se sienta a escuchar, porque antes de ser el marido de Graciela, antes de ser el padre de una de sus hijas, mucho antes de tener en común el teatro, y mucho antes de otros montones, Juan José es persona y entiende que vale la pena volver a escuchar la historia de Graciela.
Así como el teatro resulta una característica tan propia de Graciela, la militancia es un rasgo muy particular en su vida. “Yo deseaba formar parte de un grupo de teatro comprometido socialmente. Pero en ese momento era tan fuerte la ola militante que ni sé cómo arranqué ni cómo terminé en el ERP (Ejército Revolucionario del Pueblo)”, cuenta Graciela.

A partir de mediados de la década del 70, el contexto político y social empezaba a escribir uno de los capítulos más oscuros de la historia argentina. El miedo, el olvido y las desapariciones se apoderaron del país. Graciela militaba en el ERP y fue detenida por primera vez, mientras pintaba en una de las paredes de la Ciudad de Buenos Aires “Libertad a los compañeros de la libertad”. Sin embargo, fue solamente un día y el mensaje de miedo ya estaba enviado. En 1974, allanaron la casa donde vivía junto a su novio en Villa Luro. Allí encontraron panfletos y revistas que eran considerados ilegales. Como consecuencia, pasaron a vivir en la clandestinidad, más precisamente en una pensión de San Telmo.

El 1° de mayo de 1975 cambió la vida de Graciela. Había una concentración en la que hablaría Isabel Martínez de Perón, debido al Día del Trabajador. Graciela se acerca junto a su novio de aquel entonces, “Tati”, quien años más tarde sería su primer marido. Cuando se dirigían a la movilización, dos policías los paran. Graciela llevaba con ella unas revistas que debía alcanzarle a un compañero. Los policías la detienen a ella, ya que aseguró no conocer a su novio para que no sea detenido. A los cinco días, Graciela ya se encontraba en la cárcel de Devoto. No obstante, sus ideales y el teatro se mantendrían intactos.  

La cárcel será el único lugar que conocerá en ocho años y medio. El 24 de marzo de 1976 se da el Golpe de Estado y ese cambio también se percibió dentro de las cárceles. Algunas se transformaron en campos de concentración. No así Devoto, donde estaba Graciela, ya que era una de las cárceles que la dictadura mostraba a personas que venían del exterior. “La mayor desesperación cuando estás preso es estar conectado con el afuera, porque la vida pasa por el afuera”, narra Graciela, quien asegura estar hablando de cosas que por momentos le parecen irreales.

Pero la cárcel, los militares ni nadie pudieron romper el vínculo de Graciela con el teatro. Allí adentro organizaba junto a sus compañeras obras de teatro. Desde la improvisación y desde algunas lecturas que mantenían escondidas, construían y representaban diferentes historias. Las duchas se convertían en el escenario principal y las compañeras de pabellón, en las espectadoras. Sin embargo, debían estar atentas, porque las guardias podían ingresar en cualquier momento. “Una vez fui al calabozo por actuar. Estábamos haciendo un cuento de “Las mil y una noches”. Y me tocaba hacer de guardia cárcel. En el medio, cae la celadora. Nos pregunta qué estábamos haciendo. Yo salgo y le digo que estábamos haciendo teatro. Fui al calabozo que más me gustó, porque fui por estar haciendo teatro”, relata, detalla y sonríe Graciela, orgullosa de poder llevar el teatro hasta en lugares en los que resultaba imposible imaginarlo.

Los años pasaban, la dictadura militar seguía en el país y Graciela contra todo eso y mucho más continuaba haciendo teatro. Soñaba en cada momento. Ya a comienzos de la década del 80, fue trasladada a la cárcel de Ezeiza. Allí, tenía parque, acceso a libros. Pero el deseo de libertad aún no se cumplía. Uno de los tantísimos días que estuvo presa se acercó el Padre Luis Farinello. Ella le entregó una carta y él la leyó en una misa. Y muchos años después, su hija Ayelén comenzaría a trabajar en la Fundación Farinello. Porque así es la vida de Graciela, una vida en la que los momentos y los sueños se resignifican constantemente.

El 18 de octubre de 1983 se levanta el estado de sitio en el país y Graciela es liberada. Después de ocho años y medio dentro de una cárcel, Graciela logra quedar en libertad. Y seguía soñando. Los años en la cárcel le quitaron tantísimas cosas, pero hay una que soñaba cada día: ser mamá. “Cuando salgo no me pongo a hacer teatro enseguida. Lo primero que hago es tener hijos. Entramos de veinte y salimos de treinta. Alrededor de los 25 y 26 años, las mujeres sentimos un campanazo de maternidad. Por eso una de las primeras cosas que hicimos las chicas que estábamos en la cárcel fue formar una familia”, reseña Graciela, que formó una familia en la década del 80 junto a “Tati”, aquel novio que vio la última vez que estuvo en libertad antes de ser detenida.

No obstante, a fines de los 80 la relación con su marido termina y Graciela vuelve a Quilmes junto con sus dos hijas. El teatro vuelve a su vida y arranca a trabajar en cursos de extensión que brindaba en la Universidad de Buenos Aires. Para ir al trabajo se tomaba el 22, un colectivo tan quilmeño como Graciela misma. Es ahí, en uno de los tantos viajes hacia el trabajo, donde conoce a Juan José, el “Chino”, su actual esposo. “Yo llevaba a mis nenas a una guardería municipal. Tomo el 22 y ahí nos miramos con Juanjo para siempre. Lo tenía visto de un recital de música. Yo lo veo y tengo un recuerdo porque me gustó. Nos miramos en el colectivo, se me acerca y me dice “¿de dónde te conozco?”. Nos pusimos a charlar y ahí nos dimos cuenta que teníamos amigos en común. De casualidad nos encontramos los días siguientes en el colectivo y un día quedamos en salir”, narra Graciela, mientras mira hacia un costado y lo ve ahí al “Chino” y se vuelve a enamorar una y otra vez como si esa casa fuese por un instante el 22.

El teatro vuelve a ser el personaje principal en la obra de Graciela. Ya a fines de la década del 90, se une al teatro comunitario. “Cuando comienzo con los trabajos en el teatro comunitario, me doy cuenta de lo que me faltaba. Así que voy al IUNA (Instituto Universitario Nacional de Arte) a hacer el profesorado de teatro. Con lo que me reencuentro con el conservatorio. Había deseado mucho estar en el conservatorio”, remarca y se emociona Graciela. Después de quince años de democracia, Graciela mantenía firme su amor por el teatro, por el arte, y sobre todas las cosas tenía memoria. Ningún golpe militar logró romper con ese amor de Graciela hacia sus compañeros. Por eso se emociona. Por ellos y por ella.
Se seca las lágrimas y continúa recordando y contando su historia. Porque su vida sigue. Sigue soñando y cumpliendo los sueños. Cuando terminó la secundaria, soñaba con ser maestra rural. Solamente el tiempo sabía en aquel entonces que ella se convertiría en una maestra de la vida. Enseñó a hacer teatro en la cárcel y fuera de ella. Enseñó a ser directora de teatro y a pararse en un escenario.
El 2013 no fue un año más para Graciela. Tomó la decisión de jubilarse y de tener un poco más de tiempo libre. “Cumplí sesenta años en noviembre. Juanjo había tenido un ACV. Y yo empecé a sentirme más cansada. Comencé la formación en biodanza. Tenía ganas de actuar. Me planteo jubilarme, reducir mi actividad como profesora de directora de teatro y volver a actuar yo. Y tener más tiempo libre”, reflexiona Graciela.

Graciela mira hacia atrás en su vida y asegura tener cierta coherencia con los sueños. También mira hacia adelante y reafirma que los sueños que vendrán tendrán la misma coherencia. “Para vivir es necesario un gran amor y un gran ideal. Es eso lo principal en la vida. Y participar en grupos. Desde los pequeños grupos vamos haciendo la sociedad mejor. El sentido de la vida y la trascendencia te la da el hacer con otro. Es sumamente valioso lo que cada uno puede acercar. Me sigue pareciendo tan irracional la guerra como cuando era chica, solo que entendí que hay intereses económicos y políticos. Hay mucho para hacer en cuanto a educación y cultura. El arte es transformador. La represión nos vuelve más malos. Y cuanto más libertad tengamos, más solidarios y fraternales somos”, garantiza Graciela, quien tiene amor por el teatro y un ideal de compañerismo que venció cualquier cárcel y dictadura que se interpuso en el camino.


La fila de grandes y niños que aguardaban para ingresar al Teatro Municipal de Quilmes ya no está. Esos grandes y niños disfrutan de una obra de teatro a una cuadra de la nueva casa de Graciela. Una niña que soñó con ser maestra y enseñó, una militante con ideales que nunca los traicionó, una mujer que deseaba ser madre y lo fue. Una directora de teatro que nunca deja de soñar. 

domingo, 10 de agosto de 2014

Yo salí con Maradona

No sé cuándo fue que me di cuenta. No sé si fue hace un año. O hace dos. Si estoy seguro que no fue mientras estaba con ella. Pero sea cuando haya sido, entendí, en ese momento más que en cualquier otro, quién es ella. Ella, para mí, es Maradona.

Nunca la vi jugar al fútbol. Tampoco creo que le gusté. Hacía –cada tanto lo sigue haciendo- otro deporte. Incluso no solíamos hablar de fútbol. Ese pequeño tema de alguna que otra charla era simplemente para hablar de cómo había salido Independiente. Sin embargo, eso no era un problema. Ella entendía mi pasión, como mi mamá la entiende con mi papá. Pero alguna mala decisión mía hizo que no estemos más juntos. Claro, ahí no entendía que tenía frente a mí a Maradona.

Pasaron dos años y las vueltas de la vida hizo que nos reencontremos. Y así volvieron las largas charlas. Pero con un detalle: ella ahora tenía novio. Era ver a Maradona con la camiseta del clásico rival. Uno lo disfrutaba, se emocionaba con cada pelota que tocaba, y a la vez decía “por qué no está en mi equipo”. Sin embargo, ella, como Maradona, contagia felicidad. Porque cuando la cruzo por algún lugar, sonrío. Me alegro. Como cuando veo, sin cansarme, el gol de Diego a los ingleses.

Hace unos días la volví a cruzar. Nos quedamos charlando un rato. Yo atraído por su mirada. Mientras ella me decía “hay que desnaturalizar un poco las cosas”. Y yo escuchaba a Maradona criticando a la FIFA. Yo veía a Maradona desnaturalizando Italia y saliendo campeón con el Nápoli. La escuchaba a ella y lo veía a él. Eran lo mismo. Son lo mismo.

Otro momento muy cercano me hizo afirmar que ella es Maradona. Transcurría el Mundial 2014 en Brasil. Camisetas de mundiales cercanos vestía la gran mayoría. Algunas del 2006, otros mantenían la del 2010, estaban también los que se habían comprado la de este mundial. Pero ella no. Ella, petisa y morocha como Diego, vestía una particular. Una, me aseguró días después, de su padre. Era una camiseta del ’86. Era ella, vestida de Maradona.

Y hubo otro. Más reciente aun. Hace unos días los portales de noticias, las redes sociales, los programas de televisión, publicaron un vídeo inédito con imágenes de Maradona. Jugadas en Boca, en Argentinos, en Barcelona, en la Selección. Ella me escribe “lo vi, te lo paso”. Hoy no estamos juntos. No obstante, me conoce y mucho. Sabe de mi amor hacia Maradona. Y como mi mamá con mi papá, entiende de mi pasión por el fútbol. Simplemente me mandó el vídeo. No era necesario comentarlo. No solíamos hablar de fútbol y poco lo hacemos ahora.

Hoy, después de dos años que volvimos a hablar, sigo disfrutando de nuestras charlas. Sigo sonriendo cada vez que la veo, como cuando veo un vídeo de Diego. Sigo pensando que ella, como Maradona, busca desnaturalizar un poco el mundo. Y sigo deseando que un día Maradona juegue en mi equipo. Porque para mí ella es Maradona.   

domingo, 22 de junio de 2014

Cuando el fútbol fue arte



Interminables eran las discusiones con el tío Osvaldo. Ferviente defensor de la música, de la pintura, de las esculturas, se negaba a aceptar que el fútbol podía ser considerado también una obra de arte. Recorría museos en cuanto viaje hiciera. Ese era el tío Osvaldo. No le gustaba mezclar en ningún tipo de charla la palabra arte con el fútbol.

Al tío Osvaldo, sin embargo, le gustaba sentarse cada domingo a ver fútbol. Era más hincha del fútbol en sí mismo que de un equipo en particular. Otros tíos afirman que siempre se ponía más nervioso cuando jugaba San Lorenzo. Sus amigos aseguran que las Libertadores ganadas a fines de los ’60 por Estudiantes lo convirtieron en hincha del “Pincha”. No obstante, pese a todo, siempre observaba los partidos abstraído de todo tipo de emoción. Y siempre separando el concepto arte del deporte fútbol. Eso era para él. Un deporte, un juego.

El tío Osvaldo viajaba mucho. Intentaba después de tanto trabajo, conocer algún país. Y así fue que pudo conocer Italia, Francia, Alemania y más. En el ’86, el tío Osvaldo, al igual que en otros años, se tomó sus merecidas vacaciones. Y junto con su hermano, el tío Juan, eligieron como destino México. Como la mayoría de las veces, el viaje estaba programado para el mes de junio. Pero este año era particular: justo en ese mes, en ese país, se iba a llevar a cabo el campeonato del mundo de fútbol. El tío Osvaldo era también de observar los partidos de la Selección. Pero su reacción era similar a la de cualquier otro partido de fútbol.

La Selección Argentina ganaba y avanzaba en el torneo. Llegaban los cuartos de final y había que enfrentar a Inglaterra. Esa misma Inglaterra que cuatro años antes se había quedado con las Malvinas, ese terreno tan argentino como Buenos Aires. Para el tío Osvaldo, en ese partido se jugaba algo más. Algunos amigos de él tuvieron que viajar a esa inentendible guerra que algunos pocos quisieron creer que era necesaria. Esos mismos pocos que imponía en aquellos años la desaparición y el olvido. Pero el tío Osvaldo elegía no olvidar. Por eso le dijo a su hermano “tenemos que ir, Juan, tenemos que ir a la cancha”. Caminaron y caminaron buscando dos entradas para el Estadio Azteca. Y finalmente el 21 de junio de 1986 las consiguieron. Sí, un día antes del encuentro.

El tío Osvaldo y el tío Juan se acercaron aquel 22 de junio al Azteca. Pese a que el tío Osvaldo no era de ponerse nervioso, mucho menos de sufrir con un partido de fútbol, en esta oportunidad tenía un poco de ansiedad. El recuerdo de sus amigos, los ingleses en frente, su hermano al lado.

El primer tiempo Argentina atacó para la cabecera opuesta a donde se encontraban el tío Osvaldo y el tío Juan. Sin embargo, los goles no llegaban. Y la ansiedad, los nervios y el sufrimiento crecían. Ya la actitud de tranquilidad que caracterizaba al tío Osvaldo se había alejado. Comenzaba el segundo tiempo y la Selección Argentina atacaba para esa cabecera en la que los dos tíos estaban sentados.

Ya cuando el tío Osvaldo empezaba a comerse las uñas dejando de lado todo tipo de tranquilidad, Diego Maradona le devolvía una sonrisa después de cuatro años. Tras intentar una pared con Valdano, Maradona le ganó en los aires al arquero inglés Peter Shilton. Le ganó con la mano y, pese a que el reglamento lo prohíbe, era el gol más lícito de la historia de los mundiales. Era el grito de la memoria, el grito que llenaba de lágrimas a millones de argentinos, era la mano de Dios. El tío Osvaldo y el tío Juan se abrazaron entre sonrisas y emociones. Percibían que el gol había sido con la mano, pero ya nada importaba.

Cuatro minutos después, a los diez minutos del segundo tiempo, el “diez” más grande que haya dado la historia del fútbol comenzaba la corrida más humillante que jamás se haya visto. Diego Maradona arrancaba en mitad de cancha y gambeteó a cuanta camiseta inglesa se cruzase por su camino. Seguido por esos amigos del tío Osvaldo que hace cuatro años que no veía, seguido por otros tantos amigos de otros tantos tíos que eligieron no olvidar, Maradona ridiculizó a toda Inglaterra. Gambeteó y gambeteó. Dejó tirado una vez más a Shilton y convertía el gol más perfecto de todos los tiempos.


En la tribuna, en esa cabecera justo atrás del arco, el tío Osvaldo y el tío Juan volvían a abrazarse inmersos en una profunda emoción. El tío Osvaldo recordó cada carta que no llegaba hace cuatro años, recordó cada amigo. Y en ese mismo instante le decía a su hermano “Juan, esto es realmente la obra de arte más magnífica que mis ojos vieron, no habrá nada igual”. 


jueves, 17 de abril de 2014

El Indio es fútbol



El público argentino es particular. Lo dice cada extranjero que se acerca al país. El más pasional de todos. Pasiones futboleras, pasiones musicales. Tatuajes, lágrimas, sonrisas, todo producido por una sola pasión. Esa que no se puede explicar, se siente y nada más.

Desde chico que mi pasión por el fútbol juega un papel fundamental en mi vida. Y voy a narrar esta nota en primera persona porque voy a hablar de la pasión, de la que siento, la que vivo y la que veo en mis pares. Siempre entendí al fútbol como un hecho distinto a cualquier otro. No importa el equipo ni la situación en la que esté, esa pasión es un denominador común en todos los hinchas. Otras de las pasiones que me resultaban atrayentes, no mías sino para analizar, era la música. Sin embargo, y a pesar de haber ido a algún que otro recital, nunca creí que la música estaba a la altura del fútbol en cuanto a la pasión. Claro, el fútbol es todos los fines de semana y los recitales no son muy seguidos. Tenía en cuenta esas diferencias, pero insistía en que no había nada más pasional que el fútbol.

El pasado sábado la música dijo presente en Gualeguaychú. El Indio Solari reunió a más de 170 mil seguidores y batió cualquier tipo de récord. El Indio siempre me pareció un personaje interesante para analizar. Algunos conocidos, también futboleros, me contaban lo que era cada uno de sus recitales. El sábado pasado estuve en medio de esas 170 mil almas que hicieron vibrar la ciudad entrerriana y cada kilómetro de ruta recorrido.

Kilómetros y kilómetros caminamos para poder llegar al Hipódromo de una ciudad colapsada. Llegamos justo, sobre la hora, como cuando en un partido de fútbol el árbitro pita el comienzo del encuentro. Los condimentos para el show no terminaban en una larga caminata. Barro y lagunas por algunos sectores le daban un plus a toda esa pasión. Por más de dos horas el Indio hizo rugir hasta los balcones de los edificios cercanos al Hipódromo que se convirtieron en una platea preferencial. Canciones nuevas, clásicos, memoria y viejos amigos pasaron por el escenario. Los fuegos artificiales del cierre indicaban que la otra parte debía comenzar: la larga vuelta a pie hacia los autos, micros, combis o algún camping repleto de fanáticos.

Desde mi salida de Buenos Aires rumbo a Gualeguaychú, pasando por las largas caminatas, el recital, hasta mi vuelta a Buenos Aires, entendí que el Indio es fútbol. Porque como en el fútbol, miles y miles seguidores se acercaron a una ciudad en busca de esa pasión, esa loca pasión. Porque el barro, las largas caminatas, el sonido (para algunos dependiendo del lugar donde te ubicabas) no impidieron a cada fanático decir “me encantó el recital, fue increíble”. Algo similar pasa en el fútbol, ambiente en el que los hinchas no conocen de distancias, lluvias y se sobreponen a cualquier derrota. El Indio es fútbol porque en un momento fue un equipo. Ese histórico equipo llamado “Patricio Rey y sus Redonditos de Ricota”. Ese equipo que estuvo casi completo en Gualeguaychú y por el que la gente pedía con emoción la vuelta de Skay, el único integrante que faltaba.

Pasiones y pasiones se observan entre nosotros, los argentinos. Sin embargo, para mí el fútbol es distinto a todas. Única como ninguna. Pero desde el sábado pasado tendré que agregar, no como propia sino como pasión de miles de seguidores, al Indio Solari. Difícil de explicar. Hay que estar y nada más.    

domingo, 9 de marzo de 2014

De Felippe, el responsable



Buscar responsables a todo momento se volvió una costumbre en el fútbol argentino. El exitismo, el desespero por ganar a toda costa, los medios, llevaron a dicho hábito, el de preguntar a cada instante ¿quién es el responsable de todo esto?, queriendo centrar siempre la carga sobre un solo factor. Que la responsabilidad es de los jugadores, que es de los técnicos, que los dirigentes se tienen que ir todos.

En esa delegación constante de responsabilidades, el actor que es más fácil de voltear es el entrenador –otro hecho que se volvió costumbre, echar a los técnicos en cada campeonato-. Difícil que la responsabilidad y las cuentas caigan sobre jugadores y dirigentes, ya que en esos casos no se reúne todo en una sola persona. Y el presente de Independiente lleva a delegar la responsabilidad total a su técnico, Omar De Felippe. Hoy, Independiente está en puestos de ascenso pura y exclusivamente por responsabilidad de De Felippe.

Estar en la B Nacional para Independiente es algo difícil de comprender. Los viajes, las canchas, los rivales, el desánimo, la indignación permanente son factores que juegan continuamente. Sin embargo, De Felippe logró oponerse a esa serie de factores que perjudicaban en el comienzo del campeonato a Independiente. Agarró un equipo con el torneo comenzado, sin poder elegir sus refuerzos, con los hinchas enardecidos por el presente que vivía el club, con los medios focalizando el análisis en lo que pasaba en Independiente. Entre toda esa situación, Omar De Felippe agarró al equipo, hundido en la tabla de posiciones.

Hoy, a una rueda de haber agarrado el timón de un barco que no tenía destino alguno, De Felippe no solo que enderezó el barco, sino que también lo hizo avanzar en un mar abierto y con tormentas. Empezó a ganar, empezó a sumar y el año terminó con Independiente en puestos de ascenso. Sí, ese equipo que no tenía un rumbo claro, que no había ganado en las primeras fechas del campeonato, que se había quedado sin técnico, ese equipo con la responsabilidad total de Omar De Felippe estaba en puestos de ascenso.

Una seguidilla de derrotas, pocos puntos sumados en las primeras fechas, impaciencia desde los hinchas, los medios volviendo a focalizar el análisis en lo que ocurre en Independiente y, por sobre todas las cosas, un trasfondo político que opera desde los más oscuros anonimatos vuelven a tomar el hábito de buscar responsables de lo que pasa en el club. Y algunos centran esa responsabilidad en Omar De Felippe.

Omar De Felippe es el capitán de un barco que por su responsabilidad no está completamente en el fondo del mar, de un barco que el resto de los tripulantes no está a la altura de la institución, por un lado tripulantes correspondientes a la dirigencia que se encargaron de armar planteles de bajo nivel y alto costo en dos años de gestión, y por otro lado tripulantes referidos a los futbolistas, esos tripulantes que debe elegir De Felippe cada fin de semana y no tiene ningún tipo de variantes. Porque no debe ser tarea para nada fácil la de Omar De Felippe tener que armar cada siete días un equipo de once jugadores, en el que si se te lesiona un jugador, atinas a ver al banco de suplentes y encontrás más preguntas que certezas.


En esa situación está hoy el barco que se llama Independiente. Naufragando en un mar abierto que es la B Nacional, en el que la política está jugando constantemente un papel principal por las elecciones. Un barco en el que el nivel futbolístico está apunto de tocar fondo. Pero principalmente un barco que todavía respira por sobre el agua y en puestos de ascenso pura y exclusivamente por la responsabilidad de Omar De Felippe.